—¡Oídme! —comentó después de haber
observado largamente la lluvia de chispas que ascendía desde el tronco que
Sanderson había atizado—. ¿Sabéis que he estado solo aquí esta noche?
A excepción del servicio —dijo Wish.
—Que duermen en el otro ala —dijo Clayton—.
Bien, pues…
Dio unas caladas a su cigarrillo durante
un rato, como si todavía dudara de su confidencia. Entonces dijo en voz muy
baja:
—He atrapado un fantasma.
—¿Que has atrapado un fantasma? ¿En serio?
—dijo Sanderson—. ¿Dónde está?
Y Evans, que admiraba a Clayton de una
forma inconmensurable y que había estado cuatro semanas en América, exclamó:
—¿En serio que has atrapado un fantasma,
Clayton? ¡Me alegro! ¡Cuéntanoslo ahora mismo!
Clayton dijo que lo haría en seguida y le
pidió que cerrara la puerta.
Me miró excusándose.
—Por supuesto que no hay chismosos, pero
no quiero perturbar a nuestro excelente servicio con rumores de que hay
fantasmas en el club. Ya hay suficientes tinieblas y paneles de roble como para
andar jugando con estas cosas. Y además, este no era un fantasma cualquiera. No
creo que vuelva nunca más.
—¿Quieres decir que no lo retuviste? —dijo
Sanderson.
—No tuve corazón para ello —dijo Clayton.
Y Sanderson dijo a su vez que estaba
sorprendido.
Nos reímos, y Clayton pareció ofenderse.
—Ya —dijo con una sonrisa trémula—, pero
el caso es que era un fantasma de verdad, y estoy tan seguro de ello como de
que estoy hablando ahora con vosotros. No bromeo. Sé lo que digo.
Sanderson aspiró profundamente de su pipa
mientras dirigía una mirada rojiza hacia Clayton; luego expulsó un hilo delgado
de humo más elocuente que muchas palabras.
Clayton ignoró el gesto.
—Es la cosa más extraña que me ha sucedido
en la vida. Ya sabéis que yo no había creído nunca en cosas de ese estilo; y
entonces, mira por dónde, cazo uno en un rincón y me encuentro con todo el
asunto en mis manos.
Meditó todavía más profundamente y, tras
haber sacado un segundo cigarro, comenzó a perforarlo con un curioso punzón por
el que sentía afecto.
—¿Hablaste con él? —preguntó Wish.
—Alrededor de una hora.
—¿Animadamente? —dije, uniéndome al
círculo de escépticos.
—El pobre diablo estaba en un apuro —dijo
Clayton, inclinado sobre el extremo del cigarro y con un leve tono de
reprobación.
—¿Sollozaba? —preguntó alguien.
Clayton exhaló un auténtico suspiro cuando
esto le vino a la memoria.
—¡Santo Dios! —dijo—. ¡Pobre hombre! Sí,
claro que sí.
—¿Dónde lo descubriste? —preguntó Evans
con su mejor acento americano.
—Nunca llegué a concebir —dijo Clayton sin
hacerle caso— qué cosa tan penosa puede ser un fantasma —y mientras buscaba las
cerillas en el bolsillo y prendía su cigarro, nos volvió a dejar en suspenso.
—Lo sorprendí —contestó al fin.
Ninguno de nosotros tenía prisa.
—Un carácter —dijo— permanece exactamente
igual, aun cuando haya sido privado de su cuerpo. Es algo que olvidamos con demasiada
frecuencia. La gente dotada con cierta fuerza o firmeza de voluntad tiene un
espectro con igual fuerza y firmeza de voluntad; la mayor parte de los
fantasmas que se aparecen deben de estar dominados por una idea fija, como los
monomaníacos, y ser tan obstinados como burros para regresar hasta la saciedad.
Esta pobre criatura no era así.
De repente levantó los ojos y recorrió la
habitación con la mirada.
—Lo digo —prosiguió— sin mala intención,
pero es la pura verdad. Incluso a primera vista me pareció débil.
Hizo una pausa llevándose el cigarro a la
boca.
—Lo encontré en el corredor. Estaba de
espaldas a mí y yo le vi primero. En seguida me di cuenta de que se trataba de
un fantasma. Era transparente y blanquecino; a través de su pecho pude ver con
nitidez la luz tenue de la pequeña ventana del fondo. Y no sólo su físico,
también su actitud me dio una impresión de debilidad. Parecía como si no
supiera en absoluto qué hacer. Una mano se apoyaba en el panel y la otra se agitaba
sobre su boca. ¡Así…!
—¿Cómo era? —preguntó Sanderson.
—Flaco. Ya sabéis cómo es ese cuello que
tienen algunos jóvenes, y que forma una especie de surcos cuando se une con la
espalda, aquí y aquí… ¡Así era el suyo! La cabeza pequeña e innoble, con pelo
tieso y escaso, y orejas más bien deformes. Los hombros contrahechos, más
estrechos que las caderas. Llevaba un cuello vuelto, una chaqueta corta y unos
pantalones con rodilleras y algo deshilachados por abajo. Así fue como apareció
ante mí. Subí en silencio las escaleras. Yo tenía puestas mis zapatillas a
rayas, y no llevaba ninguna luz —ya sabéis que las velas están en la mesa del
rellano, y allí sólo hay una lámpara—; entonces vi cómo subía. Me detuve de
repente para observarle. No sentía ningún miedo. Creo que en la mayoría de
estas situaciones uno no se asusta, ni se excita tanto como podría haber
imaginado. Yo estaba sorprendido e intrigado. Pensé: «¡Dios mío! ¡Por fin un
fantasma! Y yo que no había creído en ellos ni un sólo instante en los últimos
veinticinco años».
—Humm —dijo Wish.
—Me parece que justo antes de llegar al
rellano, descubrió mi presencia. Volvió la cabeza con brusquedad y pude ver la
cara de un joven inmaduro de nariz fofa, bigotito esmirriado y barbilla escuálida.
Así nos mantuvimos un instante, uno frente a otro, y él mirándome por encima
del hombro. Entonces pareció recordar su alta vocación. Se volvió por completo,
se elevó sobre sí mismo, adelantó la cara, levantó los brazos, desplegó las
manos al modo clásico de los fantasmas y avanzó hacia mí. Mientras se mantenía
en esta postura, dejó caer su pequeña mandíbula y emitió un «Uhh» débil y
prolongado. No, aquello no infundía terror en absoluto. Yo ya había cenado;
había bebido una botella de champán y, cuando me quedé solo, tal vez dos o tres
—tal vez cuatro o cinco— whiskies, de modo que estaba tan firme como una roca y
no más asustado que si me hubiera atacado una rana.
»—Uhh —dije—. ¡Qué disparate! Tú no
perteneces a este club. ¿Qué haces aquí?
»Pude ver cómo se estremecía».
—Uhh… uhh —dijo él.
»—Uhh… ¡Que te cuelguen! ¿Eres miembro del
club? —dije, y para demostrarle que no me inspiraba ni una pizca de miedo
caminé a través de uno de sus costados para encender mi vela.
»—¿Eres miembro del club? —repetí
mirándole de lado.
»Se movió un poco para distanciarse de mí
y mostró un gesto de abatimiento.
»—No —dijo respondiendo a la pregunta
persistente de mi mirada—; no soy miembro del club… Soy un fantasma.
»—Bueno, eso no te da derecho a entrar en
el Mermaid Club. ¿Quieres ver a alguien, o algo parecido?
»Y encendí la vela con la mayor calma
posible por temor a que confundiera la torpeza producida por el whisky con la
perturbación del miedo. Me volví hacia él con la vela en la mano.
»—¿Qué haces aquí? —dije.
»Dejó caer sus manos y cesó de decir
«Uhh». Y allí se erguía, torpe y avergonzado, el fantasma de un joven débil,
simple e indeciso.
»—Estoy de ronda —dijo.
»—No tienes nada que hacer aquí —dije en
tono tranquilo.
»—Soy un fantasma —dijo a modo de
justificación.
»—Puede ser, pero no tienes por qué rondar
por aquí. Este es un club privado, respetable; aquí vienen con frecuencia
personas con niñeras y niños, y como andas con tanto descuido, algún pobre niño
te puede encontrar y asustarse horriblemente. Supongo que no has reparado en
ello.
»—No, señor —dijo.
»—Pues deberías haberlo hecho. ¿No tendrás
alguna justificación para venir aquí, verdad? Haber sido asesinado en el club o
algo parecido.
»—No, señor; pero pensé que como era un
edificio viejo y tenía paredes de roble…
»—Eso es una excusa —dije, mirándole
fijamente—. Es un error haber venido aquí —continué en un tono de superioridad
amistosa. Hice como que buscaba mis cerillas y luego lo miré con franqueza—. Si
yo fuera tú, no esperaría al canto del gallo… me desvanecería al instante.
»Pareció aturdirse.
»—Es que, señor… —comenzó.
»—Me desvanecería —repetí, dándole a
entender que regresara a su mundo.
»—Es que, señor, por alguna razón, no
puedo.
»—¿Que no puedes?
»—No, señor. Hay algo que he olvidado. He
estado vagando por aquí desde medianoche, ocultándome en los armarios de los
dormitorios vacíos y en lugares parecidos. Estoy confundido. Nunca antes había
salido a rondar y esta situación me desconcierta.
»—¿Te desconcierta?
»—Sí, señor. He intentado hacerlo varias
veces, pero no lo he conseguido. Hay algo que se me ha ido de la memoria y no
puedo volver.
»Esto me impresionó profundamente. Me
miraba con tanta humildad que por nada del mundo habría mantenido yo el tono
tan agresivo que había adoptado.
»—Es extraño —dije, y mientras hablaba
imaginé oír a alguien que se movía por abajo—. Ven a mi cuarto y cuéntame algo
más sobre el asunto —yo, por supuesto, no entendía nada.
»Intenté cogerle del brazo, pero,
evidentemente, era como intentar coger un soplo de humo. Había olvidado mi
número, me parece. De cualquier forma, recuerdo haber entrado en varios
dormitorios —fue una suerte que yo fuera el único que se encontraba en ese ala—
hasta que al fin vi mis cosas.
»—Ya estamos —dije, y me senté en el
sillón—. Siéntate y cuéntamelo todo. Me parece que te has metido en un buen
lío, amigo.
»Bueno, el fantasma dijo que no quería
sentarse y que prefería ir y venir por la habitación, si a mí no me importaba.
Así lo hizo y en un instante nos vimos sumidos en una conversación larga y
seria. En ese momento, los efluvios de los whiskies y del soda se desvanecieron
y empecé a tomar conciencia del extraordinario y fantástico asunto en que
estaba metido. Allí estaba, semitransparente, el fantasma convencional,
silencioso excepto cuando emitía su voz fantasmal, revoloteando de aquí para
allá, en aquel dormitorio viejo, limpio, agradable y tapizado de quimón. Se
podía ver, a través de él, la tenue luz de las palmatorias de cobre, el
resplandor de los guardafuegos de bronce y las esquinas de los grabados
enmarcados en la pared; y allí estaba él, contándome su desdichada y corta
vida, que acababa de concluir en la tierra. No tenía una cara especialmente
honesta, pero, al ser transparente, no podía eludir decir la verdad.
—¿Eh? —dijo Wish, levantándose
repentinamente de la silla.
—¿Cómo? —dijo Clayton.
—Por ser transparente… no podía evitar
decir la verdad… No lo entiendo —dijo Wish.
—Yo tampoco —dijo Clayton, con una
seguridad inimitable—; pero es así. Puedo asegurarlo. No creo
que se haya desviado un ápice de la verdad. Me contó cómo había muerto —bajó
con una vela a un sótano de Londres para descubrir el lugar donde se producía
un escape de gas— y que era profesor de inglés en una escuela privada de
Londres cuando sucedió el escape.
—Pobre desdichado —dije.
—Lo mismo pensaba yo, y a medida que me
hablaba, más lo pensaba. Allí estaba, sin meta en la vida, sin meta fuera de
ella. Habló de su padre, de su madre, de su profesor y de todos aquellos con
quienes había tenido trato, con desprecio. Había sido demasiado sensible,
demasiado nervioso; nadie le había valorado en su justa medida, ni entendido,
dijo. Nunca había tenido en el mundo un amigo de verdad, sospecho. Nunca había
tenido éxito. Había rehuido las diversiones y suspendido los exámenes.
»—Hay mucha gente así —me dijo—; cuando
entraba en el aula del examen, parecía que todo se esfumaba.
»Se había prometido con otra persona
extremadamente impresionable, supongo, cuando la imprudencia con el escape de
gas puso fin a su aventura amorosa.
»—¿Y dónde estás ahora? —pregunté—. ¿No
estarás en…?
»No fue nada claro en su respuesta. Me dio
la impresión de que se trataba de un estado vago, intermedio, un lugar
reservado especialmente a las almas con muy poca existencia para cosas tan
positivas como el pecado o la virtud. No lo sé. Era demasiado egoísta y
distraído para darme una idea clara sobre la clase de lugar, de región que se
extiende al Otro Lado de las Cosas. Estuviera donde estuviera, parece que había
caído entre un grupo de espíritus afines: fantasmas de jóvenes débiles de los
barrios bajos de Londres, que tenían el mismo nombre y que hablaban a menudo de
«ir de ronda» y cosas parecidas. Al parecer, pensaban que «ir de ronda» era una
aventura tremenda y la mayoría de ellos se rajaban siempre. Y así, apremiado
por los otros, había llegado al club.
—¡Increíble! —dijo Wish, absorto frente al
fuego.
—En todo caso, eso es lo que me dio a
entender —dijo Clayton con modestia—. Es posible que yo no me encontrara en el
estado más apropiado para juzgar, pero ese es el panorama que describió.
Continuó revoloteando de un lado para otro, sin dejar de hablar con su delgada
voz, de su yo desdichado, pero sin decir una palabra clara ni una frase
coherente en todo el tiempo. Era más delgado, más simple y más inútil que
cuando estaba vivo; en ese caso, si hubiera estado vivo, no habría permanecido
en mi dormitorio, le habría echado a patadas.
—Sin duda —dijo Evans—, hay pobres
mortales de esa naturaleza.
—Y tienen tantas posibilidades de
convertirse en fantasmas como cualquiera de nosotros —admití yo.
—Lo que tenía cierta importancia para él
era que, dentro de unos límites, parecía descubrirse así mismo. El desorden
producido por la ronda le había deprimido terriblemente. Le habían dicho que
sería una «juerga»; él había venido esperando que fuera una juerga y sólo había
conseguido un nuevo fracaso que añadir a su larga lista. Se definía a sí mismo
como un fracasado completo y consumado. Decía, y le creo totalmente, que nunca
había intentado hacer algo en la vida que no le hubiera salido fatal y que le
seguiría ocurriendo a través de la inmensidad de la eternidad. Si hubiera
recibido más comprensión, tal vez… Se interrumpió y se quedó mirándome. Observó
que, por extraño que pudiera parecerme, nadie, absolutamente nadie le había
dado la comprensión que yo le estaba dando en ese momento. En seguida me di
cuenta de lo que quería y decidí librarme de él de una vez por todas. Puedo ser
un bestia, pero ser el Único Amigo Verdadero, el receptáculo de las
confidencias de uno de esos egoístas enfermizos, ya sea hombre o fantasma, es
algo que está más allá de mi resistencia física. Me levanté bruscamente.
»—No te obsesiones demasiado con estas
cosas —dije—. Lo que tienes que hacer es irte, irte ya… Serénate e inténtalo.
»—No puedo —dijo.
»—Inténtalo —dije, y lo intentó.
—¡Intentarlo! —dijo Sanderson—. ¿Cómo?
—Con pases —dijo Clayton.
—¿Pases?
—Series complicadas de gestos y pases
hechos con las manos. Así vino y así tenía que irse. ¡Señor! ¡El trabajo que me
costó!
—Pero ¿cómo una serie de pases puede…?
—comencé a decir.
—Amigo mío —dijo Clayton, volviéndose
hacia mí y poniendo mucho énfasis en ciertas palabras—, quieres tenerlo todo claro.
No sé cómo. Sé lo que tú: al final lo hizo, pero no sé cómo.
Después de un rato espantoso, consiguió hacer bien sus pases y desapareció
súbitamente.
—¿Te fijaste en esos pases? —dijo
Sanderson con lentitud.
—Sí —dijo Clayton, y pareció meditar unos
instantes—. Era tremendamente extraño. Allí estábamos los dos, yo y ese
fantasma impreciso y delgado, en esa habitación silenciosa, en esta casa
silenciosa y vacía, en esta pequeña ciudad silenciosa el viernes por la noche.
Ningún sonido, salvo nuestras voces y el jadeo casi imperceptible que el
fantasma producía cuando gesticulaba. La vela de la habitación y la que había
encima del tocador estaban encendidas, eso era todo; a veces, una de las dos
lanzaba una llama alta, delgada y temblorosa durante un corto espacio de
tiempo. Y sucedieron cosas extrañas.
»—No puedo —decía el fantasma—, ¡nunca
podré…!
»Y de repente se sentó en una silla junto
al pie de la cama y empezó a sollozar. ¡Dios mío! ¡Qué cosa tan horrible y
quejumbrosa parecía!
»—Domínate —le decía yo, y trataba de
darle palmaditas en la espalda… ¡y mi condenada mano pasaba a través de él!
»En ese momento no me sentía tan… entero
como cuando estaba en el rellano. Sentía plenamente la singularidad de la
situación. Recuerdo que alejé mi mano de él con un leve temblor y que fui hacia
el tocador.
»—Sobreponte —le dije— e inténtalo.
»Y para animarle y ayudarle, me puse a
intentarlo yo también.
—¡Qué! —dijo Sanderson—. ¿Los pases?
—Sí, los pases.
—Pero… —dije yo, movido por una idea que
se me escapaba.
—Esto es interesante —dijo Sanderson, con
un dedo metido en el hornillo de la pipa—. ¿Quieres decir que ese fantasma tuyo
reveló…?
—¿Que si hizo todo lo que pudo para
revelar el secreto de la maldita barrera? Sí.
—No —dijo Wish—, no pudo hacerlo. De otro
modo, te hubieras ido tú también.
—Eso es precisamente… —dije, al ver mi
esquiva idea expresada con palabras.
—Eso es precisamente —repitió Clayton,
mirando el fuego con ojos pensativos.
Se produjo un breve silencio.
—¿Y al final lo consiguió? —dijo
Sanderson.
—Al fin lo consiguió. Tuve que emplearme a
fondo para mantenerle a flote, pero al fin lo consiguió… y de forma inesperada.
Se desesperaba, discutimos violentamente, y entonces se levantó de un salto y
me pidió que ejecutara despacio todos los movimientos para que él pudiera
fijarse.
»—Creo —dijo— que si pudiera verlo,
descubriría en seguida lo que va mal.
»Y lo descubrió.
»—Ya lo sé —dijo.
»—¿Qué sabes? —pregunté.
»—Ya lo sé —repitió. Después añadió
malhumorado—: Si me mira, no puedo hacerlo… de verdad que no puedo;
eso ha sido, en parte, lo que me lo ha impedido hasta ahora. Soy tan nervioso
que usted me desconcierta.
»Bueno, discutimos un poco. Yo quería
verlo, naturalmente, pero él era tan terco como una mula; y, de pronto, me
sentí extenuado… me había dejado sin fuerzas.
»—Está bien, no te miraré —dije, y me
volví hacia el espejo del armario que está junto a la cama.
»Empezó muy rápido. Yo traté de seguir
mirándole en el espejo para ver lo que había omitido. Sus brazos y manos
giraban así y así, y entonces, de golpe, llegó al movimiento final —el cuerpo
erguido y los brazos abiertos—, y así se quedó. Y después, ¡ya no estaba! ¡No
estaba! ¡Desapareció! Giré sobre mis talones, desde el espejo hacia el lugar
donde él se encontraba. ¡No había nada! Estaba solo entre velas llameantes y un
espíritu fluctuante. ¿Qué había pasado? ¿Había pasado algo realmente? ¿Había
estado soñando…? Y entonces, con un timbre absurdo de finalidad, el reloj del
rellano descubrió que era el momento adecuado para dar la una. Así:
¡Ping! Y yo estaba tan grave y sobrio como un juez, con todo mi champán y todo
mi whisky que se habían ido a tomar el fresco. Y con una sensación extraña,
¿sabéis…? ¡Condenadamente extraña! ¡Dios mío!
Contempló la ceniza de su cigarro un
instante.
—Esto es todo lo que pasó.
—¿Te fuiste a la cama después?
—¿Qué otra cosa podía hacer?
Miré a Wish a los ojos. Queríamos reírnos,
pero había algo, tal vez algo, en la voz y en la actitud de Clayton que impedía
nuestro deseo.
—¿Y los pases? —dijo Sanderson.
—Creo que los podría hacer ahora.
—¡Oh! —dijo Sanderson, y sacó una navaja y
se puso a limpiar de restos de tabaco el hornillo de su pipa de arcilla.
—¿Por qué no los haces ahora? —continuó
Sanderson, cerrando su navaja con un chasquido.
—Es lo que voy a hacer —dijo Clayton.
—No funcionará —dijo Evans.
—Y si… —sugerí.
—Prefiero que no lo hagas —dijo Wish,
estirando las piernas.
—¿Por qué? —preguntó Evans.
—Prefiero que no lo haga —dijo Wish.
—Pero si no los sabe hacer bien —dijo
Sanderson, cargando su pipa con un montón de tabaco.
—Me da igual, preferiría que no lo hiciera
—dijo Wish.
Discutimos con Wish. Decía que si Clayton
ejecutaba esos gestos, sería burlarse de una cosa muy seria.
—¿Pero tú no habrás creído…? —dije.
Wish miró a Clayton, quien, mirando
fijamente al fuego, sopesaba algo en su mente.
—Lo creo… al menos más de la mitad, sí
—dijo Wish.
—Clayton —dije—, eres demasiado bueno para
engañarnos. La mayor parte estaba bien. Pero esa desaparición… tendría que ser
más convincente. Confiesa que se trataba de un cuento fantástico.
Se levantó sin haberme prestado atención,
se situó en el centro de la alfombra y se volvió hacia mí. Durante un rato
contempló sus pies con aire pensativo, después sus ojos se clavaron en la pared
opuesta y los mantuvo con expresión abstraída durante el resto del tiempo.
Levantó las manos lentamente hasta la altura de los ojos y así empezó…
Ahora bien, Sanderson es un francmasón,
miembro de la logia de los Cuatro Reyes, la cual se dedica con acierto al
estudio y elucidación de todos los misterios de la masonería del pasado y del
presente, y entre los estudiosos de esta logia, Sanderson no es en absoluto el
menos importante. Siguió, con sus ojos enrojecidos, los movimientos de Clayton
con singular interés.
—No está mal —dijo cuando Clayton
terminó—. Realmente ejecutas los movimientos de una manera asombrosa: pero
falta un pequeño detalle.
—Ya lo sé —dijo Clayton—, creo que podría
decirte cuál es.
—¿Cuál?
—Este —dijo Clayton, y giró extrañamente
la mano, la retorció y la impulsó hacia delante.
—Exacto.
—Esto, sabes, es lo que él no
conseguía hacer bien —dijo Clayton—. Pero ¿cómo tú…?
—No comprendo casi nada de este asunto, y
especialmente cómo has podido inventártelo —dijo Sanderson—, pero esto último…
—reflexionó— me resulta familiar. Tienen que ser series de gestos conectados
con cierta rama de la Masonería esotérica… Supongo que lo sabes. De otra forma…
¿cómo?
Reflexionó de nuevo.
—No creo que pueda hacerte ningún daño si
te digo cuál es el giro adecuado. Al fin y al cabo da lo mismo que lo sepas o
no.
—Sólo sé —dijo Clayton— lo que el pobre
diablo me reveló anoche.
—De acuerdo, no importa —dijo Sanderson, y
colocó su pipa en la repisa de la chimenea con sumo cuidado. Entonces gesticuló
con las manos vertiginosamente.
—¿Así? —dijo Clayton, repitiendo los
movimientos.
—Así —dijo Sanderson, y volvió a coger su
pipa.
—¡Ah! Ahora —dijo
Clayton— puedo hacerlo todo… bien.
Se irguió frente al fuego mortecino y nos
sonrió. Pero creo que había cierta vacilación en su sonrisa.
—Y si empiezo —dijo.
—Yo no empezaría —dijo Wish.
—¡No hay motivo de preocupación! —dijo
Evans—. La materia es indestructible. No irás a pensar que una patraña de ese
tipo va a arrojar a Clayton al mundo de las sombras. ¡Ni mucho menos! Por mí,
Clayton, puedes intentarlo hasta que los brazos se te desprendan de las
muñecas.
—Yo no pienso lo mismo —dijo Wish,
levantándose y poniendo un brazo sobre el hombro de Clayton—; has conseguido
que me crea esa historia y no quiero que lo hagas.
—¡Dios mío! —dije—. ¡Mirar qué asustado
está Wish!
—Lo estoy —dijo Wish, con una intensidad
real o fingida admirablemente—. Creo que si ejecuta esos movimientos,
desaparecerá.
—No le ocurrirá nada parecido —exclamé—.
Los hombres sólo tienen un camino para salir de este mundo y a Clayton le
quedan treinta años para llegar a él. Además… ¡Vaya fantasma! ¿Piensas que…?
Wish me interrumpió al moverse. Salió del
círculo de los sillones y se paró junto a la mesa.
—Clayton —dijo—, ¡estás loco!
Clayton se volvió y le sonrió con una
mirada alegre y luminosa.
—Wish —dijo—, tienes razón, y los demás
estáis equivocados. Desapareceré. Ejecutaré hasta el último de estos pases y,
cuando el último silbido cruce el aire… ¡allez hop! Esta alfombra estará
vacía, la habitación rebosará de profundo asombro y un caballero
respetablemente vestido, de noventa y cinco kilos de peso, se precipitará en el
mundo de las sombras. Estoy tan seguro como vosotros lo estaréis. Me niego a
seguir discutiendo. ¡Probemos!
—No —dijo Wish, y dio un paso y se paró.
Clayton levantó una vez más las manos para
repetir los pases del fantasma.
En ese momento todos nos hallábamos en un
estado de tensión, a causa, en gran parte, del comportamiento de Wish.
Estábamos sentados con los ojos fijos en Clayton, y yo, al menos, me sentía
rígido y tirante, como si mi cuerpo, desde la nuca hasta la mitad de los
muslos, se hubiera convertido en acero. Y allí, con una gravedad
imperturbablemente serena, Clayton se inclinaba, se balanceaba y agitaba las
manos frente a nosotros. Cuando estaba a punto de finalizar, nos apretujamos
unos contra otros y sentimos un hormigueo entre los dientes. El último gesto,
como ya he dicho, consistía en girar los brazos y abrirlos por completo con la
cara hacia arriba; y, cuando por fin inició ese gesto definitivo, dejé incluso
de respirar. Era ridículo, sin duda, pero ya conocen ustedes el sentimiento que
producen los relatos de fantasmas. Era después de cenar, en una casa poco
común, vieja y oscura. ¿Podría, después de todo…?
Durante un periodo de tiempo asombroso
permaneció con los brazos abiertos y la cara hacia arriba, sereno y
resplandeciente bajo la luz deslumbrante de la lámpara. Nos mantuvimos
inmóviles durante un momento que se nos hizo un siglo, y entonces nació de
todos nosotros un suspiro que expresaba un alivio infinito y un ¡no!
tranquilizador. Porque, evidentemente, no había desaparecido. Todo era una
invención. Nos había contado una historia infundada y casi había conseguido que
le creyésemos, ¡eso era todo…! Y entonces, en ese preciso momento, la cara de
Clayton cambió.
Cambió. Cambió como cambia una casa con
las luces encendidas cuando las apagan de golpe. Sus ojos se quedaron inmóviles
bruscamente, su sonrisa se heló en sus labios y se mantenía de pie. Se mantenía
balanceándose muy suavemente.
También aquel momento se nos hizo eterno.
Y entonces las sillas chocaron entre sí, cayeron cosas y todos nos movimos. Sus
rodillas parecieron doblarse, se desplomó, y Evans se levantó y lo cogió entre
sus brazos…
Nos quedamos pasmados. Me parece que nadie
dijo nada coherente durante un minuto. Lo veíamos, y sin embargo, no podíamos
creerlo… Yo salí de una estupefacción desordenada para encontrarme arrodillado
junto a él; su chaqueta y su camisa estaban desgarradas y la mano de Sanderson
descansaba sobre su corazón.
Bueno… el simple hecho al que nos
enfrentábamos en ese momento podía esperar nuestra interpretación; no teníamos
prisa por comprenderlo. Allí yació durante una hora. Hoy sigue yaciendo, negro
y espantoso, a través de mi memoria. Clayton había pasado, en efecto, al mundo
que está tan cerca y tan lejos del nuestro, y había ido por el único camino que
pueden tomar los mortales. Pero si entró allí a causa del conjuro del pobre
fantasma, o si sufrió un ataque repentino de apoplejía en el transcurso de la
narración de un cuento inventado —como nos hizo creer el juez— es algo que está
fuera del alcance de mi juicio; es uno de esos misterios inexplicables que
deben quedar sin resolver hasta que llegue la solución final de todo. Lo único
que puedo asegurar es que en el mismo momento, en el mismo instante en que
Clayton concluía aquellos pases, se demudó, se tambaleó y cayó delante de
nosotros… ¡muerto!